miércoles, 15 de octubre de 2008


El sol templaba demasiado ese rebelde día del pleno invierno de julio. Como asociada a lo nuestro, la tarde transcurría calurosa, tranquila pero paradójicamente, vertiginosa en el tiempo. Hacía apenas una hora que te conocía personalmente pero, llamativamente sentía que eras parte de mí desde tiempos inmemoriales. Caminamos, tomamos café, miramos vidrieras y hablamos mucho de muchas cosas; fue esa la forma de conocernos un poco más. En el encuentro, te dije las cosas que me salieron fluidamente como si no fuera yo el que las contaba, pero hubo mucho de muchas cosas que no me atreví a mencionarlas... ¿La razón? Eso que tenemos los hombres de no decir abiertamente lo que sentimos. Entonces... No te dije que el solo hecho de llevarte con mi brazo por sobre tus hombres me hacía sentir, extrañamente, protegido y llamativamente importante. No te dije que el suave roce de tu pelo sobre mi mano me transmitía una rara sensación de paz y compañía. No te dije que mi corazón latía presuroso, alocado y desordenado como si fuera la última vez que lo hacía. Tampoco dije nada sobre tu risa, que parecía campanas festivas y de felicidad. Tampoco hablé sobre el roce de tu cuerpo que me trasmitía energía y deseos de cosas nuevas. Menos que todo eso, fue que no hablé sobre las tantas veces que caí en el abismo de tus ojos para trabajosamente salir y volver a caer. Jamás te enteraste que tu andar elegante y tus gestos medidos me trasladaban a pensamientos no tan santos, aunque de este mundo. Jamás te mencioné tantas cosas que, resumidas, pueden decir: fuiste muy importante para mí. Lo que sí te dije, fue algo que tal vez englobe estas cosas y otras tantas: que fue el mejor día de mi vida en muchos años. Y si alguna vez volvemos a encontrarnos, deberás tener presente todas estas cosas, especialmente, las que todavía no te dije.


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